El caminar con Jesús hasta
la tierra Santa (Jerusalén), representa en todo su esplendor la autenticidad,
la cúspide, la plenitud humana dándonos nuestro verdadero sentido de identidad.
Ser hijos del Dios vivo.
A Jesús le urgía pasar por
Jericó y allí una vez más vemos la experiencia de la vida. Dios buscando al
hombre. Un ciego llamado Bartimeo se encontraba a la orilla del camino a las
afueras de la cuidad de Jericó. La multitud le seguía hacia la ciudad Santa,
Jerusalén. Al pasar por el camino Jesús logra escuchar un grito de alguien. Ese
era el grito desesperante del ciego Bartimeo que decía: Jesús Hijo de David
(Ungido de Dios) ten misericordia de mí. El Caminante se detiene para
preguntar: ¿Qué quieres que hagas? El ciego le contesta: “Quiero que me
sanes.” “Tu fe te ha sanado” fue la respuesta del Maestro. Bartimeo, el
que era ciego, ahora ve física y espiritualmente. Es por eso que le siguió por
el camino hasta el destino de los hombres que creen en Dios y se lanzan a
la aventura de fe al caminar con Él. ( Marcos 10:47-52)
Más tarde o más temprano
nos llega la hora de la definición. La hora de la excelencia, de subir cuando
los demás bajan. De ponernos duros. Porque cuando los caminos son duros solo
los duros caminan. Ascender a Jerusalén con Jesús era la hora de la definición
de Jesucristo para nosotros. Es por eso que nos invita a caminar con Él para
que su definición sea también la nuestra y no podamos huir al llamado. No
podemos claudicar a la conquista del llamado a ser hijos del Altísimo. Es por
eso que Jesús acelera su marcha al pasar por Jericó para llegar a la cita del
destino y así cumplir su itinerario a tiempo. Es que tenía que estar en
el tiempo de Dios. El tiempo de Dios era la celebración de la Pascua , la gran liberación
de la esclavitud a la cual se habían sometido por siglos. Ahora el Mesías
(el ungido de Jehová) entrará triunfante como Rey de Reyes y Señor
de Señores.
Jesús llega a tiempo a
Jerusalén, y con Bartimeo el que era ciego, pero que ahora ve. Llega a la
cuidad de Dios, (Sión). Venía de Jericó, ciudad de las palmeras ubicada
en la llanura seca, rancia como su espíritu, llena de lujuria, egoísmo, maldad
rampante, símbolo de mediocridad espiritual, ”del comamos y bebamos que mañana
moriremos” y gobernada por Herodes el Grande, sí el mismo que
realizó la matanza de los niños inocentes. Jericó es conocida como la
cuidad más vieja del mundo pero también donde se cultivan las más bajas
pasiones. Ahora ha llegado a Jerusalén, la cuidad de Sión, manchada por
los religiosos y no religiosos del cual el profeta Isaías señalaba con su
profecía diciendo:
“Jerusalén, Jerusalén, que
matas a los profetas y apedreas a los que son enviados. ¿Cuántas veces quise
juntar tus hijos como la gallina juntan a sus polluelos y no quisisteis?”
(Mateo 23:37)
“Ante todas estas cosas
somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó. Por lo cual estoy
seguro de que ni la muerte ni la vida, ni ángeles ni principados nos podrán
separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro”. (Romanos
8:37-38)
Jerusalén es cruz, es
prueba y víspera de la muerte anunciada pero también es resurrección. Es vida
nueva en Cristo. Es la aventura de caminar con Cristo hasta la eternidad. ¡Por
gracia somos salvos!
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