En la incomparable
novela Los hermanos Karamazov, de Dostoyevsky, la acusación
de la Iglesia —representada
por el Gran Inquisidor—en contra de Jesús que ha regresado a
la tierra es: «¿Por qué has venido a molestarnos?».
Después de mil
quinientos años la Iglesia
institucional en lugar de proclamar a Jesús le ha suplantado. Las
tradiciones eclesiásticas y las leyes hechas por los hombres le han
usurpado a Jesús su lugar, y la Iglesia estaba viviendo el éxito de su
ingeniosidad.
Había demasiada luz y
verdad en Jesús. Su palabra: «Conocerán la verdad, y la verdad les hará
libres», era intolerable. Los ancianos decidieron que los
hombres y las mujeres no eran capaces de ser
libres, y por lo tanto la
Iglesia se arrogó la protección de las almas que se le
confiaban, sólo para dispensarla cuando fuera absolutamente necesario. La gente
común no podría soportar el peso de la libertad, por lo cual la Iglesia se apropió
de la misma, por el bien de la gente. Porque, sostuvieron,
las personas sólo podrían hacer mal uso de la libertad, abusando
de ella. Librados de la ansiedad y el tormento de la decisión personal
y la responsabilidad, la gente se sentiría feliz y segura en
la obediencia a la autoridad.
«“Se sorprenderán
ante nosotros”, dice el Gran Inquisidor a Jesús, “y pensarán
que somos dioses porque nosotros, que los guiamos, estamos
dispuestos a soportar la libertad, esta libertad de la que huyen
horrorizados; y como estamos preparados para
gobernarles, les parecerá muy terrible ser finalmente libres. Pero diremos que
te estamos obedeciendo y que gobernamos únicamente en tu nombre. Nuevamente,
les estaremos traicionando porque no dejaremos que
tengas nada que ver con nosotros”. Por cierto: “¿Por qué has venido a
molestarnos?”. El Gran Inquisidor quiere tomar a este Jesús que ha
vuelto, trayendo nuevamente la libertad, para
quemarle en la hoguera en nombre de la Iglesia ».
La pregunta
no es: «¿Qué dice Jesús?», sino: «¿Qué dice
la Iglesia ?».
Aun hoy, muchas personas siguen preguntando esto.
Es triste, pero cierto:
algunos cristianos quieren ser esclavos. Es más fácil dejar que otros tomen
decisiones, o apoyarse en la letra de la ley.
Resucitado de entre los
muertos, Jesús sigue presente en la comunidad de discípulos como el
camino a la libertad. El Reino de Dios es un reino de libertad.
Jesús nos invita y desafía a entrar en este Reino, a andar el
camino real de la libertad, a ser libres por medio del amor
del Padre.
Jesús llama a los
andrajosos (los que dependen enteramente de la misericordia de Dios y aceptan
el evangelio de la gracia, los pobres de espíritu) de todas partes a librarse
del miedo a la muerte, a librarse del miedo a la vida, a librarse de la
ansiedad por nuestra salvación.
Una de
las líneas más bellas que haya
leído pertenece al Hermano Roger, el
prior de los monjes protestantes de
Taize, Francia. «Asegurada tu salvación por
la gracia única de nuestro Señor Jesucristo». Aún
encuentro difícil leer esto sin lágrimas en los ojos. Es
maravilloso. Cristo tomó mis pecados,
tomó mi lugar, murió por mí, me libró del miedo
a andar por el sendero de la paz que lleva a las Doce Puertas.
Tristemente, muchos hoy no
sienten lo que Pablo llama «la gloriosa libertad de los hijos de Dios» en
Romanos 8:21. El problema básico es el que presentamos en el
primer capítulo de este libro: aceptamos la gracia en teoría, pero
no en la práctica. Vivir por gracia, y no por la ley, nos hace salir de la casa
del miedo para entrar en la del amor: «En el amor no hay temor, sino que
el perfecto amor echa fuera el temor; porque el temor
lleva en sí castigo. De donde el que teme, no ha sido perfeccionado
en el amor» (1 Juan 4:18).
Aunque profesamos nuestra
fe en el amor incondicional de Dios, muchos de nosotros seguimos
viviendo en el miedo. En su libro Lifesigns, Intimacy, Fecundity and
Ecstacy in Christian Perspective, el autor Henri J.M. Nouwen
observa: «Vemos la cantidad de “si” que
enunciamos en nuestra vida: ¿Qué haré si no
encuentro marido, casa, trabajo, amigos, ayuda? ¿Qué
haré si me despiden, si me enfermo, si tengo
un accidente, si pierdo mis amigos, si mi
matrimonio no funciona, si hay guerra? ¿Qué pasará si mañana
es un día feo, si hay huelga de trenes, o si hay un
terremoto? ¿Qué ocurrirá si alguien me roba mi dinero,
viola a mi hija, saquea mi casa o me mata?».
Cuando estas preguntas
guían nuestra vida, estamos hipotecando la casa del miedo.
Jesús dice simplemente:
«Permaneced en mí, y yo en vosotros» (Juan 15:4). Es decir, que
hagamos nuestra casa en Él, así como Él hace de nosotros su casa. Nuestro
hogar no es una mansión celestial en el más allá, sino un lugar seguro en
medio de nuestro mundo ansioso: «Respondió Jesús y le dijo: El que me
ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos
morada con él» (Juan 14:23).
Nuestro
hogar es ese lugar sagrado —externo
o interno—donde no precisamos sentir miedo; donde estamos confiados
de la hospitalidad y el amor. En nuestra sociedad hay muchas personas sin
hogares que viven no sólo en las calles, en refugios, o en pensiones brindadas
por el Estado, sin que hay vagabundos que
huyen, que jamás encuentran hogar dentro de sí mismos. Buscan
un lugar seguro en el alcohol o las drogas, o en la seguridad del éxito,
la competencia, los amigos, el placer, la notoriedad, el conocimiento y hasta
en una religión pequeña. Se han vuelto
extraños a ellos mismos, gente con domicilio pero sin hogar,
gente que jamás oye la voz del amor, que nunca siente la libertad
de los hijos de Dios.
A quienes viven huyendo,
que tienen miedo de dar la vuelta por temor a
encontrarse a sí mismos, Jesús
les dice: «Tienen un hogar…Yo soy vuestro
hogar…clamen a mi como su hogar… encontrarán que ese lugar íntimo
en donde yo vivo…está justo donde están ustedes,
en la intimidad de su ser… en su corazón».
―Tomado del libro El
evangelio de los andrajosos por Brennan Manning. Publicado por Casa
Creación. Usado con permiso.
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